
Hubo un tiempo en que las cepas viajaban en barcos. No en etiquetas ni en copas, sino en esquejes dormidos, traídos por manos que extrañaban su tierra y buscaban futuro. Así llegaron el Malbec y el Tannat al Río de la Plata, desde el viejo mundo francés hacia el sur americano, cargados de memoria y promesa. El Malbec, encontró en los valles mendocinos algo que no había tenido: protagonismo. Ahí, al pie de los Andes, donde la altura, el sol constante y los suelos pobres pero bien drenados hicieron que esta uva, discreta en Francia, se transformara en una potencia expresiva. Ganó cuerpo, intensidad y una identidad propia. Hoy, es la firma de Argentina en el mundo. El Tannat, por su parte, llegó con los vascos al otro lado del río, a las suaves colinas de Uruguay. Allí, en un clima más húmedo y moderado, con suelos arcillosos, esta uva rústica se suavizó sin perder carácter. Donde antes era áspero y recio, en Uruguay aprendió a ser amable, redondo, elegante. Uruguay no solo la adoptó: la refinó. Le dio balance, acidez natural, longevidad. Hoy, el Tannat es el emblema del país. Ambas cepas encontraron en el sur no solo un suelo fértil, sino un terroir emocional: culturas dispuestas a adoptarlas, a darles identidad y celebrarlas como propias. Así, el Malbec y el Tannat no solo echaron raíces en la tierra, sino también en la historia. Se volvieron relato, orgullo, y brindis.
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